SEMBLANZA CURRICULAR

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Nació en Cuerámaro, Guanajuato. Es DOCTOR EN ARQUITECTURA (2009), Maestro en Arquitectura (2000) y Arquitecto (1976), por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; profesor de asignatura en Posgrado en Arquitectura (FA UNAM), coordinador y ponente de diplomados en la DECAD FA UNAM, profesor titular en la Universidad Marista campus Ciudad de México, profesor invitado de posgrado por la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC), conferencista, aficionado a la pintura, la música, la historia y la literatura; viajero empedernido, autor de la monografía histórica "Cuerámaro... desde los muros de una hacienda" publicada en la edición especial de la Colección Bicentenario (2010), Gobierno del Estado de Guanajuato. Socio activo de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y fundador y presidente de la SMGE Correspondiente en el Bajío de Guanajuato. Actualmente es Director de Integración de Planeación, Proyectos y Presupuesto, de la Dirección General de Obras y Conservación de la UNAM.

jueves, 3 de noviembre de 2016

ARQUITECTURA EN EL TIEMPO HISTÓRICO (PRIMERA PARTE)

BASÍLICA COLEGIATA DE NUESTRA SEÑORA DE GUANAJUATO

Primera parte

(Fragmentos de la conferencia dictada por el Dr. Horacio Olmedo Canchola en el Salón Juan Pablo II de la Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato, el 12 de octubre de 2016, en el marco del Curso Arte y Devociones Religiosas en la Ciudad de Guanajuato, coordinado por el Dr. José Luis Lara Valdés, de la Universidad de Guanajuato)

 

LOS CONTEXTOS

En su devenir histórico, todo objeto arquitectónico, como materialización de la forma de ser y de pensar de las generaciones que nos precedieron, conlleva la historia de sus patrocinadores, la de sus creadores y la de sus constructores, pero también la de los usuarios que le han dado vida al paso del tiempo.
El entendimiento de esas historias permite interpretar a la arquitectura como expresión de una sociedad evolutiva, identificando las variables de sus espacios y de su tiempo. Pero también ayuda a descubrir elementos esenciales que por lo general permanecen ocultos a la contemplación superficial y cotidiana, de manera que al romper la dura corteza de lo profundo de su contenido, aparecerá siempre la magia indescifrable de la creación artística.
En ese marco, para hablar sobre la arquitectura de uno de los hitos más emblemáticos de la ciudad de Guanajuato —la Parroquia y Basílica Colegiata de Nuestra Señora—, es necesario asomarnos brevemente por una rendija del tiempo a los contextos que la enmarcan. 

El escenario

Desde mediados del siglo XVI, cuando surgió como campamento minero en la falda del Cerro del Cuarto, la actividad minera de Guanajuato generó gran demanda de todo tipo de insumos y recursos, detonando un proceso de desarrollo regional y la formación de una nueva estructura económica y social. Ambos procesos potenciaron no sólo el desarrollo local sino también el de las vecinas poblaciones serranas y de las haciendas agrícolas abajeñas.


Pero junto con el desarrollo minero surgieron diversas necesidades sociales y espirituales tanto de las élites españolas cuanto de la población indígena, constituida principalmente por la mano de obra de otomíes, mexicanos, tarascos y mazahuas.
Así se fundaron tres hospitales de indios en el Real de Minas, cada uno con su respectiva capilla, siguiendo las Reglas y Ordenanzas que había dictado don Vasco de Quiroga para ser aplicadas en el obispado de Michoacán.


No es ocioso recordar que en la concepción de don Vasco de Quiroga, el término “Hospital” se refería no sólo a la tipología funcional de un edificio, sino a la vecindad y congregación que en su conjunto se llamaba república del Hospital.

Más tarde se erigió el curato de Santa Fe de Guanajuato, en 1585, estableciendo su sede en la capilla de los tarascos o de Los Hospitales, donde desde veinte años atrás ya era venerada la imagen de María Santísima, bajo la advocación de Virgen del Rosario, que más tarde sería reconocida como Nuestra Señora de Guanajuato.



En esa época, a finales del siglo XVI, el obispo de Michoacán, fray Juan de Medina Rincón, estimaba que entre los tres reales de Guanajuato habría como cien vecinos casados y otros solteros, y como doscientos indios casados. Ya para la segunda década del siglo XVII, de acuerdo con una descripción de fray Baltazar de Covarrubias, solamente la población del Real de Santa Fe se componía de 30 vecinos españoles, 250 indios casados y 100 solteros.

La Sociedad


El último tercio del siglo XVI y la mayor parte del XVII representaron en toda la Nueva España un periodo de composición y consolidación de una nueva clase rica y elitista, una aristocracia en la que los criollos ocupaban el segundo nivel en la jerarquía social, después de los peninsulares.
Criollo, hemos de recordar, era el hijo de español, el heredero nacido en América. Sin embargo, —como observa Jorge Alberto Manrique— el concepto no puede limitarse tan sólo a la circunstancia del nacimiento, sino que se resume además en un hecho de cultura, de actitud y de conciencia, y eso hace que el criollo no se sienta europeo sino novohispano.

Así comienza un profundo conflicto ontológico que lo lleva a la búsqueda de su propio ser, y buscando respuestas que lo identifiquen, acude a la cultura, al arte y a la religión —sobre todo a la religión—, y aprovechando sus inmensas riquezas, manda construir capillas y templos para exaltar su devoción a los santos y a las imágenes milagrosas.

Por otro lado estaban los indígenas, los naturales sometidos por la conquista y la aculturación. Éstos enfrentaban un conflicto que tenía origen en la angustia que les provocaba el enfrentamiento de dos modos de entender la existencia, y el desamparo ante la muerte de sus antiguos dioses, de modo que también se refugiaron en la nueva religión, sincretizando santos y dioses a través de ritos y distintas manifestaciones artísticas heredadas de sus antepasados vencidos.

Entre esos dos grupos estaban los mestizos y las castas, que no eran considerados ni “blancos” ni indígenas. Éstos formaban un proletariado urbano que sufrían sus propios complejos por el rechazo de que eran objeto en la sociedad novohispana.

Al final todos encontrarían refugio espiritual en la religión católica y en el arte, fundiendo ambos elementos en un estilo profuso cuyas manifestaciones se darían de manera especial en la arquitectura religiosa y en el arte sacro, al que más tarde llamarían barroco novohispano.

El marco internacional


Mientras tanto, al otro lado del Atlántico se estaban generando importantes cambios sociales, ideológicos y políticos que tendrían repercusiones y una influencia determinante en la religión y en el arte.
 

Uno de esos acontecimientos fue la Reforma Protestante, que convulsionó a toda Europa y dio origen a serios enfrentamientos entre católicos y protestantes, provocando indirectamente hechos como el Sacco di Roma, en 1527, por las tropas imperiales de Carlos I de España y V de Alemania, e inclusive a disputas como la que se generó entre Francia y España, atizada en ese caso por el dominio de territorios como Borgoña, Nápoles y Milán.

En 1545, después de que terminara el conflicto franco-español, el papa Paulo III convocó la celebración del Concilio de Trento, con el fin de sentar las bases de la Contrarreforma.

El largo concilio se prolongó hasta 1563, y terminó después de 18 años durante el pontificado de Pío IV y el reinado de Felipe II de España. Este monarca, ratificando su adhesión a la jerarquía católica, ordenó casi de inmediato la aplicación de los decretos tridentinos en todos sus territorios, incluyendo a la Nueva España, a partir de 1564.
Uno de los decretos más significativos del Concilio de Trento se refería al decoro y la dignidad del culto, así como a la invocación a los santos y la veneración de las reliquias sagradas, subrayando de manera especial el uso del arte y las imágenes como coadyuvantes en la enseñanza y el culto religioso.
En razón de lo anterior, los acuerdos de Trento representarían una influencia determinante en el arte sacro y en la arquitectura eclesiástica, sobre todo después de la publicación de las Instrucciones de la fábrica y del ajuar eclesiásticos, dictadas por el arzobispo de Milán, cardenal Carlos Borromeo, en 1577.
 
El libro de las Instrucciones es la única obra postridentina que trata de manera específica lo concerniente a la arquitectura sacra y al arte en las iglesias.
Aún cuando la obra de Borromeo fue dictada para su aplicación en el arzobispado de Milán, a finales del siglo XVI se tradujo a diferentes idiomas, de tal suerte que durante la primera mitad del siglo XVII ya se había generalizado su conocimiento y su aplicación por toda Europa, llegando hasta la Nueva España, donde se sumó a la obra de otros importantes tratadistas de la arquitectura, como Marco Vitrubio, León Battista Alberti, Andrea Palladio y Sebastián de Serlio, cuyas obras se estudiaban ya en algunos conventos y bibliotecas novohispanas, especialmente en las de los jesuitas.
La aplicación de los decretos del Concilio de Trento en la provincia de México se instituyó de manera definitiva después de la celebración del Tercer Concilio Provincial mexicano, convocado en 1585 por el arzobispo Pedro Moya de Contreras, que al mismo tiempo era virrey de la Nueva España.
(CONTINUARÁ EN LA SEGUNDA PARTE)

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