BASÍLICA COLEGIATA DE NUESTRA SEÑORA DE GUANAJUATO
Primera parte
(Fragmentos de la conferencia dictada por el Dr. Horacio Olmedo Canchola en el Salón Juan Pablo II de la Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato, el 12 de octubre de 2016, en el marco del Curso Arte y Devociones Religiosas en la Ciudad de Guanajuato, coordinado por el Dr. José Luis Lara Valdés, de la Universidad de Guanajuato)
LOS CONTEXTOS
En su devenir histórico, todo objeto arquitectónico, como materialización de la forma de ser y de pensar de las generaciones que nos precedieron, conlleva la historia de sus patrocinadores, la de sus creadores y la de sus constructores, pero también la de los usuarios que le han dado vida al paso del tiempo.
El entendimiento de esas historias permite interpretar a la arquitectura como expresión de una sociedad evolutiva, identificando las variables de sus espacios y de su tiempo. Pero también ayuda a descubrir elementos esenciales que por lo general permanecen ocultos a la contemplación superficial y cotidiana, de manera que al romper la dura corteza de lo profundo de su contenido, aparecerá siempre la magia indescifrable de la creación artística.
En ese marco, para hablar sobre la arquitectura de uno de los hitos más emblemáticos de la ciudad de Guanajuato —la Parroquia y Basílica Colegiata de Nuestra Señora—, es necesario asomarnos brevemente por una rendija del tiempo a los contextos que la enmarcan.
El escenario
Desde mediados del siglo XVI, cuando surgió como campamento minero en la falda del Cerro del Cuarto, la actividad minera de Guanajuato generó gran demanda de todo tipo de insumos y recursos, detonando un proceso de desarrollo regional y la formación de una nueva estructura económica y social. Ambos procesos potenciaron no sólo el desarrollo local sino también el de las vecinas poblaciones serranas y de las haciendas agrícolas abajeñas.
Pero junto con el desarrollo minero surgieron diversas necesidades sociales y espirituales tanto de las élites españolas cuanto de la población indígena, constituida principalmente por la mano de obra de otomíes, mexicanos, tarascos y mazahuas.
Así se fundaron tres hospitales de indios en el Real de Minas, cada uno con su respectiva capilla, siguiendo las Reglas y Ordenanzas que había dictado don Vasco de Quiroga para ser aplicadas en el obispado de Michoacán.
Así se fundaron tres hospitales de indios en el Real de Minas, cada uno con su respectiva capilla, siguiendo las Reglas y Ordenanzas que había dictado don Vasco de Quiroga para ser aplicadas en el obispado de Michoacán.
No es ocioso recordar que en la concepción de don Vasco de Quiroga, el término “Hospital” se refería no sólo a la tipología funcional de un edificio, sino a la vecindad y congregación que en su conjunto se llamaba república del Hospital.
En esa época, a finales del siglo XVI, el obispo de Michoacán, fray Juan de Medina Rincón, estimaba que entre los tres reales de Guanajuato habría como cien vecinos casados y otros solteros, y como doscientos indios casados. Ya para la segunda década del siglo XVII, de acuerdo con una descripción de fray Baltazar de Covarrubias, solamente la población del Real de Santa Fe se componía de 30 vecinos españoles, 250 indios casados y 100 solteros.
La Sociedad
El último tercio del siglo XVI y la mayor parte del XVII representaron en toda la Nueva España un periodo de composición y consolidación de una nueva clase rica y elitista, una aristocracia en la que los criollos ocupaban el segundo nivel en la jerarquía social, después de los peninsulares.
Criollo, hemos de recordar, era el hijo de español, el heredero nacido en América. Sin embargo, —como observa Jorge Alberto Manrique— el concepto no puede limitarse tan sólo a la circunstancia del nacimiento, sino que se resume además en un hecho de cultura, de actitud y de conciencia, y eso hace que el criollo no se sienta europeo sino novohispano.
Así comienza
un profundo conflicto ontológico que lo lleva a la búsqueda de su propio ser, y
buscando respuestas que lo identifiquen, acude a la cultura, al arte y a la
religión —sobre todo a la religión—, y aprovechando sus inmensas riquezas, manda
construir capillas y templos para exaltar su devoción a los santos y a las imágenes
milagrosas.
Por otro
lado estaban los indígenas, los naturales sometidos por la conquista y la
aculturación. Éstos enfrentaban un conflicto que tenía origen en la angustia
que les provocaba el enfrentamiento de dos modos de entender la existencia, y
el desamparo ante la muerte de sus antiguos dioses, de modo que también se
refugiaron en la nueva religión, sincretizando santos y dioses a través de
ritos y distintas manifestaciones artísticas heredadas de sus antepasados
vencidos.
Entre esos
dos grupos estaban los mestizos y las castas, que no eran considerados ni
“blancos” ni indígenas. Éstos formaban un proletariado urbano que sufrían sus
propios complejos por el rechazo de que eran objeto en la sociedad novohispana.
Al final todos
encontrarían refugio espiritual en la
religión católica y en el arte, fundiendo ambos elementos en un estilo profuso
cuyas manifestaciones se darían de manera especial en la
arquitectura religiosa y en el arte sacro, al que más tarde llamarían barroco
novohispano.El marco internacional
Mientras
tanto, al otro lado del Atlántico se estaban generando importantes cambios sociales, ideológicos
y políticos que tendrían repercusiones y una influencia determinante en la
religión y en el arte.
Uno de esos
acontecimientos fue la Reforma Protestante, que convulsionó a toda Europa y dio
origen a serios enfrentamientos entre católicos y protestantes, provocando
indirectamente hechos como el Sacco di Roma, en 1527,
por las tropas imperiales de Carlos I de España y V de Alemania, e inclusive a disputas
como la que se generó entre Francia y España, atizada en ese caso por el
dominio de territorios como Borgoña, Nápoles y Milán.
En 1545, después de que terminara el conflicto franco-español, el papa Paulo
III convocó la celebración del Concilio de Trento, con el fin de sentar las
bases de la Contrarreforma.
El largo concilio
se prolongó hasta 1563, y terminó después de 18 años durante el pontificado de
Pío IV y el reinado de Felipe II de España. Este monarca, ratificando su adhesión
a la jerarquía católica, ordenó casi de inmediato la aplicación de los decretos
tridentinos en todos sus territorios, incluyendo a la Nueva España, a partir de
1564.
Uno de los decretos
más significativos del Concilio de Trento se refería al decoro y la dignidad del
culto, así como a la invocación a los santos y la veneración de las reliquias
sagradas, subrayando de manera especial el uso del arte y las imágenes como coadyuvantes
en la enseñanza y el culto religioso.
En razón de
lo anterior, los acuerdos de Trento representarían una influencia determinante en
el arte sacro y en la arquitectura eclesiástica, sobre todo después de la
publicación de las Instrucciones de la
fábrica y del ajuar eclesiásticos, dictadas por el arzobispo de Milán, cardenal
Carlos Borromeo, en 1577.
El libro de
las Instrucciones es la única obra postridentina
que trata de manera específica lo concerniente a la arquitectura sacra y al
arte en las iglesias.
Aún cuando la
obra de Borromeo fue dictada para su aplicación en el arzobispado de Milán, a
finales del siglo XVI se tradujo a diferentes idiomas, de tal suerte que durante
la primera mitad del siglo XVII ya se había generalizado su conocimiento y su aplicación
por toda Europa, llegando hasta la Nueva España, donde se sumó a la obra de
otros importantes tratadistas de la arquitectura, como Marco Vitrubio, León
Battista Alberti, Andrea Palladio y Sebastián de Serlio, cuyas obras se estudiaban
ya en algunos conventos y bibliotecas novohispanas, especialmente en las de los
jesuitas.
La
aplicación de los decretos del Concilio de Trento en la provincia de México se instituyó
de manera definitiva después de la celebración del Tercer Concilio Provincial
mexicano, convocado en 1585 por el arzobispo Pedro Moya de Contreras, que al
mismo tiempo era virrey de la Nueva España.
(CONTINUARÁ EN LA SEGUNDA PARTE)
Felicitaciones Doctor !!!
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